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Productos obsoletos para un mundo insostenible

Los historiadores coinciden en que la revolución industrial trajo consigo tanto el concepto de producción en masa como el de consumo en masa. El cambio en el modo de producción fue consecuencia de un cambio tecnológico, al tiempo que el consumo únicamente conseguía traspasar la barrera de lo masivo si lograba ampliar la base social permitiendo a una nueva clase media obtener la capacidad adquisitiva necesaria para el propio sostenimiento del modelo de consumo. La popularización de los nuevos productos que lanzaba la industria al mercado hizo posible la llamada sociedad de consumo. En este contexto, la obsolescencia programada era casi una necesidad de la industria. Si la vida de un producto se alargaba tanto que la producción en masa no podía sostenerse en el tiempo, el propio modelo de mercados de bienes estandarizados y asequibles se venía abajo. La industria empezó a aplicar como norma el uso de la tecnología que optimizara el ciclo de vida del producto, y no de aquella que permitiera una durabilidad más prolongada en el uso. En pocas líneas puede describirse así un rasgo del desarrollo industrial que abarcó más de la mitad del pasado siglo, pero la evolución posterior del capitalismo, a partir de finales de los 70, hizo que la obsolescencia tecnológica se sofisticara.

El diseño, la innovación continua y la moda son factores que, ayudados por las técnicas de marketing, han conseguido el mismo efecto en el mercado que la planificación de una obsolescencia en los productos. Sobre todo ello trata el interesante documental coproducido por TVE que tiene por título «Comprar, tirar, comprar». En él se recuerda el primer caso de cártel industrial que impulsó la obsolescencia: los fabricantes de bombillas que limitaron la vida de su producto a las mil horas útiles. A pesar de aplicarse desde hace décadas, esta idea del usar y tirar en bienes que podrían ser fabricados para un uso más duradero, suele sorprender a los consumidores cuando se explica la enorme cantidad de productos en los que se utiliza. Lo cual demuestra que el chip del consumo diversificado, que necesita renovarse cada determinado tiempo, está tan arraigado en la mente del consumidor contemporáneo como lo está el chip de la obsolescencia prematura en la industria de las impresoras. Las compañías de electrónica, por ejemplo, han conseguido que sea más eficar para sostener sus ventas un cambio de diseño que el propio recurso a la obsolescencia programada.

Pero el argumento central del documental no es la preeminencia de los intereses de los productores frente a la utilidad de los consumidores de bienes duraderos. Porque un paso más allá se nos presenta el verdadero problema de la producción en masa tal como la conocemos, que no es otro que el límite físico de los recursos. Los productos que se quedan obsoletos, los que no se pueden reparar y los que son sustituidos por la tecnología de última generación se miden en último término en toneladas de residuos que, a falta de otras políticas de reciclaje, terminan en vertederos de países subdesarrollados como el que existe en Ghana. Mientras la industria requiere una cantidad equivalente de recursos para producir los bienes sustitutivos de esos aparatos electrónicos e informáticos, cantidades inmensas de residuos son enviadas a vertederos de otros continentes como quien esconde la suciedad debajo de la alfombra. Sin internalizar los costes de la adquisición de los recursos, el transporte y el destino final de los residuos, la producción en masa tenderá a subestimar el daño que causa al entorno, a los consumidores y al desarrollo de los países. La industria siempre tratará de convencernos de la obsolescencia de la tecnología antes que reconocer la obsolescencia de su modelo de negocio.