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La sociedad multicultural (II)

En los últimos tiempos hay intelectuales que se han sumado a esa moda de ser ‘provocador’ y de ir contracorriente para agradar a cierto público que sucumbe con facilidad al caramelo, en ocasiones envenenado, de lo políticamente incorrecto. Como ejemplo, un politólogo tan prestigioso como Giovanni Sartori, que viene sosteniendo una contundente crítica a la posición más débil dentro del progresismo respecto al fenómeno de la inmigración en Europa. Las tesis de Sartori se fundamentan en la consideración del Islam como religión que vertebra una cultura no democrática, para concluir que la población emigrante a Europa desde países musulmanes tendrá dificultades insalvables en su integración por la incompatibilidad de la cultura islámica con la cultura democrática de nuestras sociedades.

En principio, habría que reconocer el riesgo de deriva de este discurso hacia un peligroso e infundado temor al inmigrante, a la persona de otra cultura, por el mero hecho de serlo. Esas recelosas opiniones que advierten indiscriminadamente del riesgo de integrismo islámico en la población extranjera quizá no puedan más que catalogarse como semillas de xenofobia en la tolerante Europa. Algunos hablan de intelectualización del racismo cuando se plantea la integración del que viene de fuera como un permanente e inevitable conflicto entre la cultura de unos y otros. Lo que sí parece innegable es que se está utilizando la cultura como sustitutivo del concepto de raza, como señala el antropólogo Manuel Delgado, para presentar las diferencias humanas como irrevocables y afirmar que quienes no se integran en democracia es porque tienen otra cultura. De esta manera siempre habrá personas que no podrán ser nunca como nosotros debido al obstáculo cultural, y eso sí es puro racismo.

Esta semana Mikel Azurmendi -nombrado hace unos meses presidente del Foro de la Inmigración- ha vuelto a insistir, siguiendo al profesor Sartori, en unas declaraciones que en superficie se saben polémicas y que, pronunciadas en una comisión del Senado, han despertado la consabida controversia entre los grupos políticos y en los medios. Azurmendi dijo que «el multiculturalismo es una gangrena de la sociedad democrática», sacando al debate público la que es conclusión de su libro «Estampas de El Ejido», escrito sobre los sucesos xenófobos ocurridos en el levante almeriense hace dos años (febrero de 2000). La visión de aquellos lamentables hechos que se presenta en el libro resulta inquietante si, como parece, lo resume todo en un conflicto lógico entre una población autóctona, descrita impecablemente como laboriosa y emprendedora, y los inmigrantes de origen magrebí, caracterizados por todos los males de la convivencia (son sucios, maleducados, ladrones, etc). Este análisis, nada objetivo, termina siendo muy preocupante si pretende negar la violencia racista en favor de la explicación de los hechos como una reacción normal de unos ciudadanos indignados por la violencia de los moros.

Al margen de los casos concretos, Azurmendi tiende a centrar su discurso en la crítica al ‘multiculturalismo’, como ha dejado claro en un artículo publicado en «El País» a raíz de la polvareda que ha levantado con sus afirmaciones. Pero es incomprensible por qué en un tema de tanta trascendencia las discusiones filosóficas se están realizando en un océano de conceptos tan equívocos. El rechazo frontal a la multiculturalidad, al que muchos están dispuestos a sumarse, es muy peligroso, pues supone no aceptar la realidad de una diversidad cultural que convive en un marco democrático. Sin embargo, multiculturalidad se confunde con multiculturalismo, y éste a su vez es considerado por algunos de sus críticos únicamente en su vertiente más nefasta. En principio, podríamos convenir que multiculturalidad y multiculturalismo se pueden considerar sinónimos, aunque siguiendo la literalidad, éste último -como señala el sufijo ismo– se refiere exclusivamente a una orientación política destinada a alcanzar el objetivo representado por el primer concepto, la multiculturalidad. Negar la sociedad multicultural es negar la realidad, y otra cosa sería estar de acuerdo o no con determinados planteamientos multiculturalistas.

Y ahí reside el centro de la polémica: ¿a qué ‘multiculturalismos’ nos estamos refiriendo? Muchos teóricos coinciden en señalar cuáles serían los ‘malos multiculturalismos’, los que no nos sirven por su exacerbación de las identidades contrapuestas, el relativismo cultural en que se basan y la situación social que propician dónde cada grupo cultural vive aparte del otro, formándose ghettos y no existiendo integración. Esta definición es la que usa Azurmendi cuando condena al multiculturalismo de forma tan rotunda. Pero que, en cierto modo, esté cargada de razón su crítica no quiere decir que no la haya expuesto de una forma irresponsable, jugando de una manera un tanto absurda con conceptos muy confusos. Y junto a esto, cabe también hablar del oscurantismo reverenciado, que describe J.M. Ridao, presente en muchos discursos -también en los seguidores de Sartori- y que contamina el debate con una visión culturalista del mundo basada en una idea de cultura romántica y esencialista que fomenta las diferencias y las identidades.