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La muerte de Pascual Duarte

Pasado el primer aniversario de la muerte de Camilo José Cela, es pertinente señalar que el personaje sigue siendo tan polémico y contradictorio como siempre. Después de muertos, muchos escritores o artistas se convierten en figuras intocables a fuerza de hablar bien del que ha pasado a mejor vida: con Cela, en cambio, permanece la controversia basada en el reconocimiento, por un lado, de la indudable calidad literaria de su obra y la discusión, por otro, sobre su vida pública, sus líos familiares o su carácter personal. Poco me importan, sinceramente, las acusaciones no probadas en relación con plagios o ‘negros’ de Cela, o sus opiniones sobre lo divino y lo humano. En su biografía están tanto su trabajo de censor como los libros que le fueron censurados. Deberían interesar más las narraciones de CJC que ese personaje en el cual se ceban sus más acérrimos detractores y del que se maquillan sus perfiles más oscuros por parte de los suyos.

Una imagen truculenta del escritor es la que se desveló con la polémica reciente sobre el garrote vil que se utilizó para matar al anarquista Puig Antich, condenado a muerte por la dictadura franquista, en 1974. Este instrumento sirvió para la última ejecución de este tipo en España y fue cedido, tras petición personal al CGPJ, a la Fundación Cela, donde se exhibía en una sala dedicada a «La familia de Pascual Duarte». Aunque ya convenientemente retirado, que el garrote estuviera como muestra de la «crueldad de la pena de muerte», como adujeron los responsables del legado del de Iria Flavia, no era motivo suficiente para tal exposición. De la espléndida novela sobre la vida de Pascual Duarte, se extrae un panorama dramático de injusticia, remarcado por el «tremendismo» literario, que empuja hacia la maldad a un hombre que sería otro si la sociedad lo hubiera tratado mejor.

Sin embargo, es evidente que la descripción no lleva a la denuncia: todo lo más, queda ésta implícita, pero no se traza una realidad para condenar los planteamientos éticos que la sustentan. Hace poco, incluso el escritor Javier Cercas se remitió a este primer libro publicado de Cela, en 1942, para desmontar lo que él supone una interpretación generalizada y errónea sobre la obra: no es disidente respecto a la España de la época, sino que básicamente se amolda a una coyuntura en la que la guerra y la victoria de los ‘nacionales’ se percibían como unos hechos necesarios para salir del ‘caos’ anterior. «La familia de Pascual Duarte» no cuestiona la bondad del nuevo régimen: su historia puede incluso leerse como una realidad previa a éste que ha cesado con la llegada de la España de Franco. Pero ¿sería Pascual Duarte al menos, como dicen, un alegato contra la pena capital?

No dudo que esa fuera la idea de CJC, aunque ciertamente no es la novela una reflexión genuina sobre la pena de muerte: tras la presentación de la historia no hay una toma de postura. Después de conocer cómo ha sido su vida, el juicio sobre la perversidad de la ejecución de Pascual Duarte es posible en la mente del lector. Pero no está en el texto. En él encuentras, eso sí, el verdadero horror de la pena de muerte cuando, al final, en la carta del guardia civil, describe: «…terminó sus días escupiendo y pataleando, (…) de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte». La indignidad mayor es quitar la vida a quien cae en la misma debilidad que nos iguala a todos: el miedo. En EEUU, el gobernador de Illinois acaba de conmutar 156 condenas a muerte: es una gran noticia a pesar de que la motivación sea dudosa -necesitaba lavar su imagen. Sin embargo, aún se pone por delante el argumento de la falta de garantías -como en este caso- y se deja intacto el fondo del problema. Hay quien no salvaría del garrote -o de la silla eléctrica- ni a Pascual Duarte.