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Venezuela: midiendo las fuerzas

Estoy convencido de que todo conflicto tiene solución. Pero, desgraciadamente, no cualquier situación de crisis ofrece una vía de salida razonable cuando las partes llevan la tensión hasta el límite y se consolida día tras día un clima férreamente polarizado. En Venezuela, la descomposición social está imposibilitando que el pulso mantenido por chavistas y antichavistas dé lugar a una negociación justa en la que se resuelvan las mínimas exigencias para la convivencia entre los dos bandos formados en lo que algunos presagiaban se convertiría en una guerra civil. Desde el exterior resulta desconcertante que las fórmulas de diálogo no encuentren el impulso necesario para que el pacto pacífico de, llamémoslo así, ‘reconciliación nacional’ se produzca en el corto plazo. En cambio, ante la pugna que se vive en el seno de la sociedad venezolana, algunos ven muy fácil adherirse a uno de los bandos sin atender a las razones de unos y otros.

Hugo Chávez despierta insólita alegría como líder mesiánico de una parte de la izquierda que ve en él un futuro ‘bolivariano’ en el que la revolución pasa por el populismo que entierra la partitocracia anterior para mayor gloria del proyecto cuasi totalitario de ex golpistas reconvertidos en patriarcas de los excluidos. La izquierda latinoamericana debe mirar más hacia Lula como mejor ejemplo de integración de su política en el poder, aunque alguno habrá que seguirá sin ver las diferencias existentes entre sus amados líderes revolucionarios, Castro entre ellos. Y, de la misma manera, son legión los sobrevenidos adalides de la democracia que se han concienciado del valor de esta batalla contra el ‘dictador’ (?) Chavez, donde sólo un inocente y oportuno golpe de Estado a favor de su causa (y de esa clase dirigente ‘amiga’) pondría las cosas en su sitio. La quiebra del Estado de Derecho sería para estos entusiastas de las libertades un coste asumible con el objetivo de establecer de nuevo el ‘justo’ (!) orden de las cosas.

La desestabilización política tiene su origen, como en otros países, en el reparto del poder a favor de los partidos que legitiman un corrupto sistema político, a la vez que las desigualdades acuciantes destrozan cualquier expectativa entre amplias capas de población -muchos emigrados del campo a la ciudad- y eternizan la pobreza en un país con riquezas naturales pero sin justa redistribución. La llegada de un personaje como Chávez pone en guardia al poder económico al mismo tiempo que sus modos autoritarios impiden la consecución de un consenso social favorable. La oposición ha puesto en marcha todos los lógicos mecanismos de protesta; sin embargo, la huelga que trata de paralizar Venezuela desde hace más de un mes es una ofensiva brutal que daña los intereses generales del país. Las autoridades, con el ejército de su lado, mantienen sus posiciones apelando a las reglas del juego y sin sacar los pies del tiesto de lo estrictamente conveniente.

La fractura, en cambio, parece tan honda como para dar al traste con los esfuerzos del mediador de la OEA. Los antichavistas tienen razones de resistencia democrática que son defendidas por esa extraña unión de patronal y sindicatos con un paisaje de fondo poco alentador: la batalla por el control de los intereses petrolíferos, que tanto preocupan a EEUU. Hugo Chávez, por contra, quiere mantener el poder acallando las críticas con la acusación -fundada, de algún modo, por el recuerdo del 11 de abril pasado- de golpista dirigida a todo opositor. El presidente venezolano tiene el respaldo legal y democrático de unas elecciones, y sólo una alternativa política en el marco constitucional sería viable. La negociación entre ambas partes podría dar lugar a la salida digna del referéndum, tan sólo si los talantes de unos y otros no se obcecan en destruir al contrario a costa del propio futuro de Venezuela. Todos los sectores de la sociedad deberían coincidir en que por la vía del enfrentamiento no van a ganar nada.