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La infancia secuestrada

Es uno más de los desastres de la guerra: la imposición de una losa aprisionadora de su futuro a toda una generación. Cuenta el pensador Emilio Lledó que en su niñez, durante la guerra civil, se sintió en algún modo protagonista de la frontera imprecisa existente entre las aventuras que vivía en los tebeos, las lecturas infantiles de la época, y el enfrentamiento real en el cual estaba inmerso el país. Millones de niños han visto hurtada su infancia por las guerras: esa monstruosa realidad que saca a la batalla épica del estrecho marco de una viñeta y convierte en testigo directo de la injusticia a quien sufrirá no sólo la guerra, sino sobre todo la posguerra. Justificar un mal infringido a la vida de los futuros protagonistas de un país es lo que nos está llevando a los esforzados intentos actuales por lograr consensos internacionales imposibles. Intentos que se acercan a esa búsqueda de la unanimidad que sirva de coartada para el fatalismo bélico, con el objetivo de al menos salvar su buena conciencia, sobre la que reflexiona Rafael Sánchez Ferlosio en «Teodicea del universalismo». La teodicea es la rama de la filosofía que parte de la pretensión de reconciliar la idea de Dios o de la bondad incuestionable con el Mal.

Un mundo plagado de injusticias es la mejor prueba de que Dios no existe: es la conclusión obvia de una reflexión que se ha enfrentado con el tiempo al redentorismo que en múltiples formas ha esclavizado al individuo mediante alguna promesa sobre el futuro, legitimando así las mayores atrocidades. Esto es, justificando el sufrimiento humano en nombre de Dios, la Patria o la Historia. Conocemos el caso terrible de una niña nicaragüense de nueve años que quedó embarazada tras una violación en la finca donde trabajaba. La razón médica, el sentido común, apuntaba a un imprescindible aborto terapéutico para salvar su vida que, finalmente, se ha producido. En una sucesión de crímenes soportados por esta niña, una gestación imposible vino a plantear el llamado ‘dilema del aborto’. Una ley defendida por impasibles autoridades iba a secuestrar la infancia de la menor. Un aborto la ha sacado de esta pesadilla. La Iglesia católica ha condenado el acto con su moral infalible -y criminal- sin ver que está atentando contra la vida de una persona que no puede ser madre. Tratan, como de costumbre, de justificar el mal con sus viejas argucias. Pero Dios no responde de las barbaries que se ejecuten en su nombre.