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El derecho al agua (y II)

Las dimensiones de la tragedia que en poblaciones de todo el mundo supone no tener acceso a agua en buenas condiciones de salubridad son ya innegables. Baste el dato de 30.000 personas que mueren cada día por enfermedades agravadas por la carencia de agua sana. O reconocer que la mitad de la población mundial no dispone de sistemas de tratamiento de aguas residuales. Tiene razón Petrella cuando afirma que soluciones no faltan, y que para llevarlas a cabo tan solo precisaríamos de gobernantes capaces de tomar las decisiones oportunas: «…reconocer el acceso al agua potable sana como un derecho humano universal, indivisible e imprescriptible; tratar el agua como un bien común perteneciente a la vida sobre la tierra y a la humanidad y no como una mercancía, un bien económico, privatizado; promover otra agricultura (para la alimentación local, poco destructora del suelo y menos depredadora de agua); reorientar la tecnología al servicio de las necesidad de los más desposeídos (por ejemplo, reinventar la utilización del agua de lluvia); lograr la participación de los ciudadanos en la gestión del agua mediante la revalorización de las instituciones democráticas representativas y la creación de prácticas democráticas directas, participadas». («¿Derecho a beber agua o a pagarla?», Riccardo Petrella).

A pesar de los aportes del progreso científico y tecnológico, el agua sigue siendo un problema; por esta razón, en el contexto de la creación de un mundo cada vez más globalizado, no podemos más que adoptar una óptica política para organizar los esfuerzos que confluyen en la satisfacción de esta necesidad básica para todos y cada uno de los habitantes del planeta. El agua como bien público se convierte verdaderamente en el bien común mundial del ecosistema Tierra, del que nadie puede desentenderse: a todos incumbe como seres humanos la conservación y el uso sostenible del bien esencial para la vida. Y el acceso y disfrute del agua, con sus derechos y obligaciones, corresponde a cada comunidad humana, pero sin perder la vinculación con el sujeto primordial al que corresponde la ‘titularidad’ de este bien: la comunidad humana mundial. En este punto, la propuesta de Petrella en «El manifiesto del agua» acierta en formular la necesidad de un Convenio Mundial que asegure el acceso al agua a todos los seres humanos como «derecho político, económico y social inalienable, individual y colectivo al mismo tiempo». Sería una forma de hacer legalmente vinculante el derecho al agua para así establecer los mecanismos políticos más oportunos de administración a escala global.

El objetivo primordial de cualquier decisión política se resume en lograr una gestión sostenible e integrada de acuerdo con los principios de solidaridad. Éstos implican cumplir con la responsabilidad individual y colectiva con el resto de la población mundial, con las generaciones futuras y con el ecosistema, y atender a los más adecuados principios de reparto y protección del agua. La base de esta gestión debe residir en las estructuras democráticas, para lo cual hay que potenciar los parlamentos y fomentar mecanismos de democracia participativa. En el ámbito internacional hay un vacío de instituciones: hay que crear un organismo mundial, que como matiza Petrella no puede convertirse en un entramado burocrático susceptible de ser corrompido por los intereses de los ‘señores del agua’. La sugerencia está sobre la mesa: un parlamento mundial del agua. Porque la situación actual acumula demasiados vicios institucionales que en nada favorecen la consecución efectiva de los objetivos que se marcan. Sobre el agua deciden en el momento presente todos los componentes de la oligarquía mundial: empresas de aguas, Banco Mundial, organismos internacionales como la FAO, los técnicos-científicos que avalan los principios sobre los que se mueven todas estas instituciones.

Petrella explicita en todo momento su deseo de que los ciudadanos tomen la iniciativa para no dejar un asunto tan trascendental como el agua en manos de esa «oligarquía de financieros, tecnócratas y comerciantes». En ese caso, será fundamental tener claro de qué forma sustituimos el ‘dejar hacer’ del mercado. Considerada el agua como un bien económico, sabemos que los mecanismos de mercado no nos proporcionan un resultado óptimo. Se deberá adoptar en su lugar un sistema de ‘fijación de precios’ escalonado de acuerdo con los principios ya mencionados de solidaridad y sostenibilidad. Una triple tarifa, por ejemplo: el primer nivel corresponde a la cantidad y a la calidad necesarias e indispensables para la vida (el agua como necesidad básica), que sería pagado a través de impuestos o pagos únicos a nivel colectivo. El segundo nivel es el superior al umbral mínimo imprescindible y se facturaría con precios en aumento a cada consumidor. También se incluiría en ese nivel el uso del agua en la industria o en otras actividades productivas. Sin perjuicio de la existencia de un tercer nivel: a partir de un determinado límite, el consumo del agua no deberá ser permitido. El objetivo es fomentar una cultura de gestión razonable del agua. Cualquier propuesta que vaya en esta línea será positiva, aunque en la actualidad debemos enfrentarnos en primer lugar a algo más grave: la ausencia de voluntad política, en la mayoría de los países, respecto a solucionar el problema del agua.