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Libre comercio e hipocresía

Una de las mayores muestras de hipocresía en lo que respecta a las políticas económicas es aquella recomendación que han venido realizando algunos adalides del neoliberalismo: «haz lo que te digo, no lo que hago». A los países subdesarrollados se les ha vendido la economía del libre mercado al mismo tiempo que se les proponían unas políticas que los propios países ricos no aplicaban para sí mismos. Las exigencias que impone la libertad económica son dogmas a respetar por los gobiernos periféricos y no por los gobiernos de las potencias industriales. En momentos de crisis, ahí tenemos las recetas keynesianas que está aplicando el Gobierno de Washington, sin ir más lejos: despreocupación por el déficit público que no se podía esperar de egregios defensores del Estado mínimo. La austeridad en el gasto, sobre todo cuando éste es militar, queda para otros: no para EEUU. La Unión Europea también incurre en las contradicciones propias de ese ambiente triunfante de las políticas liberalizadoras frente a realidades que nos demuestran que la práctica siempre es otra cosa: cualquiera de esas bonitas teorías que realzan las bondades de más mercado evidencia su escasa validez práctica cuando es arrinconada por gobiernos que se dicen liberales. Los templos del libre comercio -y en este caso EEUU se puede erigir en primera posición- son, en la experiencia de aplicación de medidas que resguarden sus intereses, los primeros que abogan por el proteccionismo.

La actual Administración estadounidense está caracterizándose por el poco apego a la doctrina oficial de derribo de barreras arancelarias en lo relacionado con su propia política comercial. Ha establecido aranceles a algunos productos agrícolas y al acero, convirtiéndose esta última medida en motivo de una guerra comercial en la OMC, donde la denuncia de la UE ha terminado con un veredicto contrario a EEUU por esta práctica perjudicial para los intereses del comercio internacional. Pero ha sido Greenspan, el presidente de la Reserva Federal, quien más ha levantado la voz para señalar el peligro de esta vuelta al proteccionismo. Considera, con buen tino, que estas restricciones podrían afectar a los procesos de globalización, y de ésta depende la salida al grave problema del déficit comercial de EEUU. De tal forma que si no se mantiene el volumen de comercio, el déficit tendría que ser salvado con una mayor depreciación del dólar, que poco beneficia a la posición preponderante de esta moneda en el mundo. Para colmo, los aranceles a la importación de acero que Bush ha impuesto pueden generarle, al quebrantar normas de la OMC, millonarias sanciones por parte de la UE que se materializan en elevados aranceles para productos estadounidenses -como ropa, frutas y motocicletas- que se fabrican en regiones cruciales para la reelección de Bush el año próximo. El interés por proteger a los sectores más mimados de su industria le puede salir a Bush bastante caro por el descontento de los perjudicados por las sanciones europeas.

Otro de los episodios proteccionistas se ha vivido por el paternal apoyo que EEUU quería prestar a sus productores al restringir mediante cuotas las importaciones de textiles de China. Con esta medida, que levantó fuertes protestas, se pretendía detener la pérdida de empleos en las llanuras industriales estadounidenses. Sin embargo, no son sólo los aranceles las barreras al comercio que los países pueden utilizar para contentar a los empresarios locales. El incremento de los controles -sanitarios y similares- o la exigencia de registros sirven para desincentivar importaciones: un ejemplo de estas prácticas es lo que parece que puede ocurrir con una ley sobre bioterrorismo en EEUU, la cual obligará a fábricas en otros países a someterse a un control de los procesos de producción y a registrarse en un censo para poder vender bienes agroalimentarios en aquel territorio. Está además el hecho de que hay países pobres que ambicionan un acuerdo que liberalice sus exportaciones de bienes primarios a los principales áreas comerciales, donde la agricultura propia se beneficia de subvenciones. Estos intentos han fracasado en la cumbre de Cancún, que pretendía profundizar en lo acordado por la OMC en Doha. Por un lado queda la batalla comercial entre las grandes zonas económicas, y por otro las consecuencias de esa hipócrita postura de los defensores del libre comercio que practican proteccionismo. Como ha escrito Stiglitz, a los países en desarrollo se les debería dar otra recomendación, bien distinta a la habitual: haced lo que hicimos, no lo que decimos.