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Dos mil tres quejas y un ojú (y II)

No le veo otra lógica a estos doce meses que ahora terminan que la de un predominio de la queja y el lamento. Cuando se retira la tolerancia a los cuarteles de invierno, los excesos siempre generan agravios y se retroalimenta la intransigencia. Al negarse las posibilidades del diálogo, los despropósitos cotidianos están reavivando de igual manera el sufrimiento de las víctimas y el victimismo. En el momento en que la política se convierte en un ordeno y mando, volvemos, en fin, al más ramplón insulto a la inteligencia de los ciudadanos. Todo ello nos devuelve la necesidad de entonar quejas ante una autoridad que ni sabe ni contesta. El ritmo del ‘Ojú’ del trío Las Niñas ha sido, por tanto, fiel registrador del espíritu de este 2003. Hemos tenido demasiadas razones para protestar y, posiblemente sin querer, vamos a dejar este año con el recuerdo de una hilera de quejas por los más variados motivos. Algunas, incluso, sin fundamento real, como esa preocupación tan provinciana por la unidad de España, por no nombrar las falaces reafirmaciones nacionalistas. Afortunadamente, el mundo no se acaba en esas fronteras tan próximas que unos y otros reivindican y defienden: el 2003 ha sido, también, el primer año de la protesta global.

Crecieron durante estos últimos meses muchas cuestiones de atención preferente que antes apenas estaban haciéndose un hueco en la opinión pública. Fue la guerra quien se llevó el protagonismo al suscitar en su contra un grito unánime que resonó en las más alejadas ciudades del planeta. Pero creo no equivocarme al decir que durante este año se han consolidado muchas inquietudes. Y no sólo por el incierto futuro que nos depara el panorama internacional, sino también por las preocupaciones sociales y la micropolítica. La violencia ejercida contra las mujeres ha vuelto a ser, con contundente coraje, un motivo de denuncia urgente por parte de la sociedad. Otras batallas, a las que casi acabamos de empezar a prestarle atención, son la de la siniestralidad laboral y la de los accidentes de tráfico. Muertes absurdas en una sociedad desarrollada que evita la enfermedad -como la epidemia de sida que sufre África, un nuevo foco de catástrofe humana que pasa por delante de nuestras narices sin que nos demos ni cuenta-, pero que tiene una larga lista de agujeros en su bienestar social. Muertos por accidentes aquí y, paradójicamente, muertos en el Estrecho por intentar llegar hasta aquí en busca de un futuro mejor. Otro drama que no cesa: el desembarco mortal de las pateras.

Aunque sea débilmente, algo se ha despertado en 2003 para poder afirmar que los problemas que han de ser resueltos en el próximo futuro no constan únicamente como preocupación de los poderes públicos: hay una demanda social, esperemos que cada vez más fuerte, que empuja a la búsqueda de soluciones. Al terminar el año, la fatalidad nos devuelve, sin embargo, incluso un poco más de lo mismo de este 2003 empantanado por los desastres: el terremoto en Irán. Este tipo de catástrofe natural, impredecible y de consecuencias inversamente proporcionales al nivel de desarrollo del país, desanima cualquier esperanza de quienes precariamente viven en un mundo desigual en el que hasta un temblor de tierra es peor en un zona rural de Oriente que en un ciudad del Norte occidental. Decenas de miles de víctimas: esos sí que son efectos de la inseguridad. Este año nos ha salido mal, no hay por donde cogerlo; pero lo cierto es que tampoco lo podemos repetir. La queja universal debe servirnos, al menos, para impulsar salidas a tantas crisis irresolubles y a tantos desastres que amenazan con perpetuarse. Cuando sale un balance anual tan negativo, es preferible quedarse con el lema del optimista pragmático: por lo menos, peor no puede ser 2004.