Saltar al contenido

Los europeos y el envejecimiento

Entre los cambios demográficos más significativos que comporta la modernización de las sociedades europeas está la caída de la tasa de mortalidad paralela a la de natalidad. Si tras el ‘baby boom’ el número de nacimientos es menor cada año, hemos de reconocer que un cambio inexorable nos conduce al envejecimiento progresivo de la población. Esto quiere decir que avances indudablemente positivos -ampliación de la esperanza de vida, control de la natalidad- llevan aparejados un resultado paradójico del desarrollo: a mayor desarrollo, población más vieja; situación que dista de ser ‘deseable’ para el avance social. Por un lado, se considera la juventud factor imprescindible para el progreso sostenido de la sociedad y, por otro, una vez alcanzado un determinado status, el envejecimiento se convierte en una amenaza para la conservación del desarrollo. Es tan inquietante el tener que administrar la vejez como efecto de las sociedades avanzadas que, al menos públicamente, retrasamos la toma de conciencia y el cambio de mentalidad necesarios. La inmigración como factor que reequilibra la situación demográfica -ingreso de población joven, mayor natalidad- da un respiro a las viejas sociedades europeas. Pero seguimos practicando el culto a la juventud, que se vuelve un bien escaso, por la inseguridad de un futuro con una pirámide poblacional de difícil manejo.

Hay una cuestión que lleva rondando el debate sobre el envejecimiento desde hace años: se trata de la viabilidad de los sistemas de pensiones. Si en Europa creemos de verdad en el Estado del Bienestar, habremos de encontrar en el marco de las políticas públicas los cimientos de unas prestaciones seguras para todos los jubilados cualesquiera que sean las circunstancias. Porque es posible y porque el incremento de población de la ‘tercera edad’ implica nuevas necesidades que las políticas de bienestar no pueden obviar. A pesar de la ola dominante en materia de desmantelamiento del Estado de Bienestar, hay que incidir en que lo público no debe quedar al margen de la actual trasformación demográfica, de la misma manera que no puede desentenderse de las políticas sobre la familia. Países como España tienen aún un camino por recorrer para alcanzar niveles de servicios sociales comparables a los de otros estados de la UE. El envejecimiento demanda, por ejemplo, una atención domiciliaria a los ancianos que lo necesiten para resolver la dependencia que tienen de unas familias en las que todos sus miembros están activos. Desde otro ángulo, es indudable que ahora mismo el trabajo de muchos abuelos en el cuidado de sus nietos es imprescindible para que ambos, en una pareja con niños, trabajen fuera de casa. Los ‘mayores’, como se les llama, siguen siendo tan útiles como cuando fueron jóvenes.

Aprovechar la valiosa aportación de los viejos a la sociedad, y recompensar su esfuerzo con la cobertura de las necesidades básicas, debe ser el principio rector de las políticas públicas en esta sociedad envejecida. La jubilación tiene que adaptarse a las diferentes situaciones que se dan cuando de relevar a la gente de más experiencia se trata. Hay trabajos en los que una jubilación temprana facilita las cosas tanto a quien pone fin a su vida laboral como a quienes se incorporan a ese sector. En cambio, el caudal de capital humano atesorado por otros tantos trabajadores en edad de jubilación no debiera ser desperdiciado retirando de la circulación a personas que tienen cada vez una mayor expectativa de larga vida. La jubilación ya no significa que se esté cercano a la muerte, al contrario de lo que decía el viejo de «La hoja roja», la novela de Miguel Delibes: los 65 años no son la edad en la que aparece la hoja roja, que indica el fin, en el librillo de papel de fumar. Esa señal de decadencia vital llega ahora, gracias a los avances en materia de salud, a una edad cada vez más avanzada. El envejecimiento de la sociedad europea comporta cambios que pueden ser afrontados racionalmente. Del buen arreglo que se encuentre a lo que actualmente vemos con temor depende que vaya evolucionando el concepto que tenemos de la juventud y la vejez. Esa aceptación de que somos cada vez más viejos puede traernos cosas buenas, ¿quizás un poco más de sabiduría y templanza al estilo ‘vieja Europa’?