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El valor de la memoria

El pasado verano supimos de una polémica suscitada en Holanda con la memoria histórica como argumento principal. El objeto de la controversia eran unos souvenirs diseñados por la artista polaca Agata Siwek, puestos a la venta y expuestos a su vez en el mercadillo de arte de una localidad holandesa con el título ‘Souvenirs originales de Auschwitz’. Se trataba, en efecto, de una colección de artículos, como llaveros, camisetas y gorras, a modo de recuerdo macabro del campo de exterminio nazi situado en Auschwitz. La insólita línea de productos, que incluía también muñecos realizados con telas similares a las usadas por los prisioneros, no pasó desapercibida. Comerciar con el horror genera bastantes reparos y, aunque se crea en la sinceridad de las buenas intenciones expresadas por Siwek, es normal que muchos protestaran por la muestra de mal gusto. Incluso si la motivación aducida por la autora es no olvidar el holocausto judío, el uso de esta referencia en artículos vulgares suscita malestar entre los supervivientes de Auschwitz, que ahora pueden ver cómo alguien gana dinero con la imagen de un lugar de tan trágico recuerdo en un pasado cercano en la historia a pesar de los años transcurridos desde el fin de la guerra.

Es bastante frecuente toparse con indicios como este de que cosas que no deberían situarse en el campo de lo económico y lo intercambiable con valores monetarios entran en ese ámbito, se mercantilizan y convierten su razón de ser en motivo de creación de beneficio privado. La memoria histórica ¿es también susceptible de formar parte de los productos a la venta en el mercado? Aterra pensar, sinceramente, que los símbolos colectivos de una historia que pertenece a todos dependan de su cotización en el mercado de la memoria y de los mitos: ante una renuncia de la sociedad a apropiarse de ese recuerdo, los hechos pasados quedarían a expensas de la capacidad publicitaria del propagandista de turno. Sin embargo, ante lo inevitable de una historia que con el paso de los años se escapa del justo rigor ético con que fue juzgada décadas atrás, no es tampoco completamente censurable que cada cual la reivindique como quiera dentro de unos límites oportunos. Siempre será preferible, en cualquier caso, que el dolor de las víctimas se traslade al mercado con el objetivo de no olvidar Auschwitz, a que un loco reviviera impunemente la admiración de muchos en su época hacia la fuerza carismática de Hitler en forma de llaveros con la figura impresa del dictador.

Pero la frontera de la banalización es muy fácil de traspasar. La memoria colectiva no debe estar sometida al capricho de quienes trafican con los sentimientos que hemos de trasladar a las generaciones futuras. Manipular éstos con artes sensacionalistas está al alcance de cualquiera, y si se quiere poner coto, deberíamos fomentar sólo la libre expresión de los artistas que antepongan por encima de todo el respeto al doloroso pasado. Las intenciones de Agata Siwek no son condenables. El problema surge cuando decide hacer negocio con Auschwitz. Aunque quizá el origen de toda esta polémica esté en la apertura del campo a las visitas guiadas de turistas que llegan en busca del morbo del lugar. De ahí que ésta u otra ocurrencia bienintencionada pueda terminar siendo una mala idea, como han dicho ancianos supervivientes del genocidio, a los que tampoco les habrá hecho gracia que la artista polaca coloque la frase ‘el trabajo os hará libres’, aquella que se podía leer a la entrada de Auschwitz para animar a los presos a trabajar como esclavos de los nazis, en camisetas y servilleteros. El valor de la memoria histórica merece que se materialice en forma oportuna y conveniente para que el recuerdo no se convierta en una trivial referencia del pasado.