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Los medicamentos y la exacta medida

En la mayor parte de Europa, se suele decir que tenemos economías ‘mixtas’ donde conviven en ocasiones lo público y lo privado a partes iguales y donde hay tanto sectores completamente en manos del mercado como parcelas de la economía con fuerte implantación estatal. Un paradigma de este modelo económico sería el sector sanitario, significativamente distinto, en los países que por suerte aún defienden el Estado del bienestar, al ideal liberalizador de una salud a cargo de hospitales privados y una red de servicios de asistencia médica que actuara en el lugar que ahora ocupa la Seguridad Social. Sin embargo, esa sanidad pública, igualitaria y accesible que concita -esperemos que por mucho tiempo- un importante apoyo social, no deja de estar inserta en un contexto de economía de mercado. Por lógica, la gestión de ese servicio depende de la provisión de bienes por parte de empresas privadas: no es menor la dificultad de organizar en el ámbito administrativo correspondiente una sanidad eficiente con los objetivos que se marca de forma que se eviten las tentaciones de una gestión privada que a menudo se propone como modelo alternativo. Aunque el principal nexo entre lo público y lo privado, en este sector, es otro aspecto distinto a la gestión. Uno muy concreto y con frecuencia polémico: los medicamentos.

La política farmacéutica se puede considerar uno de los troncos principales del gasto. El consumo de medicamentos ha aumentado en las últimas décadas y su financiación pública ha pasado a ser un compromiso contraído en favor de la accesibilidad en condiciones de igualdad por parte de todos los ciudadanos. El sector público se hace cargo de esta necesidad esencial al tiempo que, en contrapartida, la evolución del sector farmacéutico se debe compatibilizar con el establecimiento de prioridades emanadas del consenso social. El interés de las empresas no puede ir en contra del interés general en un sector de tanta importancia. Los primeros problemas de sostenibilidad de las políticas públicas sobre los productos farmacéuticos llegaron con el aumento del gasto. Para corregir el rumbo de esta partida presupuestaria, sobre la que ya había puesto el ojo la ortodoxia del recorte de los gastos, se ha optado por reducir el número de medicinas financiadas por la seguridad social y primar los genéricos frente a los productos farmacéuticos con marca. El objetivo: encontrar resquicios en la inexorable barrera de los precios del mercado.

El coste de los medicamentos se ha trasladado al aumento del gasto farmacéutico no sólo porque se haya incrementado la complejidad y la efectividad de los productos. La presión de los laboratorios y la estructura del mercado han propiciado que se dispare la carga presupuestaria con las consecuencias ya conocidas: se debía optar por los genéricos, como solución que el sector aceptaba, o bien entrar en la posibilidad del copago. Casi nadie se ha estado planteando que había que volver al origen del problema: la comercialización. La libre elección de las empresas acerca de cuestiones cruciales como el tamaño de los envases ha llevado a la generalización de la venta de medicinas en grandes cantidades, que en ocasiones exceden el tratamiento normal y ni siquiera guardan proporcionalidad con éste. El uso racional de los medicamentos es parte de cualquier política farmacéutica que se precie: para reducir gasto y para evitar la ineficacia del tratamiento o la automedicación con las pastillas que sobran y se guardan en el botiquín. El sistema de unidosis, que ahora empieza a implantarse para algunos antibióticos, es una solución óptima para impedir que los laboratorios farmacéuticos nos obliguen a adquirir la cantidad de medicinas que maximiza sus ingresos y no la medida exacta de lo necesario.