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El alzheimer y la justicia social

El avance en la consolidación de unas adecuadas políticas de bienestar -conformes a la demanda de la sociedad- suele generar, según dicen algunos estudiosos de la ciencia política, un estado de permanente reivindicación por parte de diferentes grupos sociales. Los más ortodoxos defensores de la doctrina liberal siempre han visto con recelo el gasto social unánimemente aceptado por los ciudadanos. La razón: ese nivel incuestionable de gasto será el primer paso de posteriores aumentos incontrolados del gasto público con el objeto de cubrir muy distintas necesidades. La intervención estatal puede ser sustituida por servicios cuya provisión es decidida por la propia sociedad, se argumenta. Pero lo que no llega a comprender este razonamiento es la idea de justicia social que moviliza la exigencia ciudadana en torno a cuestiones básicas como la sanidad, las pensiones y la educación. Se demanda al Estado una actuación efectiva en determinados aspectos del bienestar social por considerar que el acceso a tales servicios representa la conquista de un nuevo derecho. De modo que una ampliación del radio de acción de las políticas sociales constituye, antes que un motivo de preocupación para los piadosos detractores del gasto público, un logro en términos de igualdad por la garantía de un nivel mínimo de bienestar para todos los ciudadanos.

En países como España, un campo en el que el Estado del Bienestar tiene camino para avanzar es el del cuidado de las personas dependientes. Representan la parte más débil de una sociedad que actualmente descarga el mayor peso de su cuidado en la familia. Del conjunto de personas dependientes que precisan una especial atención, uno de los sectores más numerosos es el de enfermos de alzheimer. El impacto que este mal tiene sobre la vida de las familias es considerable. La mayoría de los enfermos son cuidados en su propia casa o viven con alguno de sus hijos, y es conocido que la ayuda pública es escasa. El alzheimer no tiene todavía cura y su diagnóstico es difícil; en una sociedad cada vez más envejecida será vital avanzar en la prevención de esta enfermedad, que en bastantes casos no espera a lo que conocemos por ‘tercera edad’ y empieza a manifestarse antes de los 65 años. Lo que genéricamente era llamado en el pasado demencia senil es hoy, en una mayoría de afectados, el mal que definiera el neuropsiquiatra alemán Alzheimer a principios del siglo XX. En todos los enfermos se presentan, en cualquier caso, los mismos síntomas: pérdida de facultades mentales, trastornos de la conducta y de la personalidad, incapacidad progresiva para manejarse por sí mismo. A más edad, mayor número de personas que caen en las garras del alzheimer.

La degeneración neuronal es como una plaga que ha caído sobre la sociedad que históricamente está alcanzando una mayor esperanza de vida. Se dice que el alzheimer mata dos veces: primero la mente y después el cuerpo. Y lleva a muchas familias a vivir insoportables momentos de crisis por el trastorno que supone un padre o una madre que vive sus últimos años bajo este mal. El coste emocional, afectivo, temporal y también económico es inasumible en demasiados casos. Los parientes a los que toca hacerse cargo del enfermo comprueban los efectos indirectos del alzheimer en sus propios hogares. La asistencia del Estado queda reducida a unas muy escasas plazas en residencias y a limitados servicios. Las consecuencias sociales de la enfermedad requieren una mayor atención; el Estado del Bienestar habrá de adaptarse a las nuevas necesidades derivadas del envejecimiento. La dimensión sociosanitaria del alzheimer demanda que se le opongan recursos suficientes destinados al tratamiento especializado en la sanidad pública y el aumento del número de casos va a significar que la atención domiciliaria sea un pilar fundamental de las políticas sociales en las próximas décadas. El cuidado de los mayores debe estar en la ‘agenda’ de las preocupaciones sociales como lo está en la vida de las familias que tratan a diario con el alzheimer.