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El europeísmo y los fantasmas inexistentes

Europa era un continente a reconstruir hace poco más de cincuenta años. El esfuerzo y la ilusión de un buen puñado de europeos nos llevó un poco más allá: Europa debía ser el proyecto de un mundo a construir. La segunda mitad del siglo XX vivió ese fascinante proceso en el que los países olvidarían sus diferencias para edificar una patria común, una Europa basada en la proyección hacia el futuro una vez las naciones han saldado sus cuentas con su tantas veces oscuro pasado. Es por ello que la integración en el seno de una Unión de Estados consiste en una continua e imparable construcción de un nuevo espacio; al principio, primándose los avances en la integración económica, y después en los aspectos puramente políticos. Un espacio público distinto en el que terminarían diluidas las viejas referencias, lo que implica una voluntad explícita en favor de un cambio casi revolucionario: abrir las estructuras de unas sociedades con un importante grado de nacionalismo a la adhesión al proyecto europeo de vocación más amplia. En sucesivas ampliaciones ha quedado demostrado que el impulso a la actual UE llegó también con la entrada de nuevos miembros.

El europeísmo ha sido más que una ilusión que ha contagiado a ciudadanos de países muy distintos. Los beneficios de una Unión completa son defendidos al tiempo que se impulsa con responsabilidad el proceso constituyente que hace del territorio integrado en la UE un gran espacio en el que priman los valores universales compartidos y bajo el cual se desarrolla un modelo de convivencia incluyente. El europeísmo es un pensamiento trasversal a todas las ideologías; es por ello que no ha podido ser desactivado por quienes quieren echarle el freno a una Europa que devora viejos mitos. El entendimiento entre diferentes ha generado a partir de este proyecto aquella utopía que, dicen, es la última que queda en pie: la utopía llamada Europa, basada en un ciudadano cosmopolita y en una identidad abierta a la diversidad. El tradicional enemigo de esta energía que ha impulsado cíclicamente la integración en la UE es el euroescepticismo. Abandonar lo antiguo para edificar algo nuevo para las próximas generaciones es siempre difícil, y en no pocos países ha imperado la actitud escéptica hacia lo que un continente unido podía aportar. Pero no es éste el principal enemigo.

Una vez se ha visto en la práctica que junto a la integración se ha ido abriendo paso un cierto modelo europeo de sociedad, con sus ventajas y sus defectos, muchos han lanzado una cruzada para desprestigiar el europeísmo con una defensa apasionada del modelo en ciertos aspectos antagonista: la sociedad USA. Se ha generalizado un antieuropeísmo primario que querría dirigir la UE hacia una pervivencia de Estados nación asociados bajo el manto de una autoridad que imite o, en su caso, se atenga a la visión del mundo que nace en Washington. Esto se ve en España con la propagación de fantasmas inexistentes que atentan contra nuestros intereses. Hay quien se ha creído el cuento de que el europeísmo español era una insensata ingenuidad propia de recién llegados al club; dentro de ese esquema teórico, se ha arremetido contra la idea de Europa para despertar a los ‘ingenuos’ de la pesadilla de una UE controlada por el eje francoalemán. Los intereses particulares existen, cierto. Pero la pretendida tiranía que Francia y Alemania imponen a los demás europeos es sin duda el principal y casi único argumento -falaz- de quienes reavivan al patriotismo local frente a Europa.

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