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EEUU ante un error histórico

En este mismo mes han coincidido la celebración del sexagésimo aniversario del desembarco de Normandía -aquel seis de junio de 1944 con importantísima significación democrática, a pesar de la versión mítica no del todo ajustada con la realidad que se nos presenta del final de la Segunda Guerra Mundial- y la muerte de Ronald Reagan. Tanto el primer acontecimiento como la desaparición física del presidente americano que simboliza la década que acabó con la Guerra Fría, da buena muestra de las etapas históricas que más brillo han dado a los EEUU y que a los propios estadounidenses les gusta recordar. Normandía y la derrota del nazismo costaron muchas vidas: nunca podrá ser olvidado ese pasado. El momento presente se mueve también bajo la guía de una fecha marcada para la historia, el 11-S. No se podrá explicar la guerra de Irak a quienes no hayan vivido lo ocurrido desde aquel día trágico sin tomar en consideración el impacto del terrorismo sobre los estadounidenses y la presidencia de Bush y su camarilla de neoconservadores. Pasado un año desde el primer ataque a Irak, empieza a no haber muchas dudas a la hora de juzgar las circunstancias en que la acción ilegítima de la Administración Bush encendió la mecha de un conflicto que genera tanta injusticia como descontrol sobre la situación experimentan las tropas ocupantes.

La intervención en Irak, cuyas justificaciones han quedado enterradas bajo toneladas de mentiras, buscaba entre otros objetivos extender la democracia. Pero el pecado original de tan nobles intenciones no podrá ser borrado: se pretendió hacer contra el derecho internacional, despreciando las normas consensuadas que buscan mantener la paz entre las naciones. La agresión del gobierno de Bush, no sólo era incapaz de convencer a los iraquíes de la bondad del camino trazado por el ejército de ocupación, sino que ha debido pasar varias veces por Naciones Unidas para que, sin legitimar la acción unilateral, se pueda ordenar el proceso de posguerra que EEUU no había en absoluto planificado previamente. Para acabar con el régimen de Sadam Husein, el ejército invasor desmanteló el aparato estatal. Las dificultades de la reconstrucción se agravaron conforme se tuvo que reconocer que el terrorismo residual era en realidad parte de un fenómeno más amplio de resistencia. La revuelta de los chiíes complica aún más el panorama, después de un largo año, a un presidente Bush que empieza a actuar con la vista puesta en las elecciones de noviembre. La última resolución en NNUU trata de restablecer un mínimo acuerdo multilateral sobre el futuro de Irak, con el previsto traspaso de soberanía como única vía de futuro.

La estabilización de Irak pasará también por unas elecciones libres. Para entonces, el fracaso de la operación iraquí de Bush será patente: ha enrarecido las relaciones entre EEUU y Europa, la imagen del país en el exterior está por los suelos y ha demostrado ser la peor estrategia en la llamada ‘guerra’ contra el terrorismo. Esta guerra significa, sin lugar a dudas, errar el tiro en una lucha por cercar a los terroristas, que en el escenario iraquí han encontrado una fenomenal plataforma para proyectar sus acciones a todo el mundo. En estas circunstancias, el mayor crimen que se podía sumar a la criminal política dirigida por Bush apareció también en escena: las torturas. No deberían sorprender los atroces atentados a los derechos humanos en las cárceles iraquíes cuando es evidente el rechazo al derecho que impregna las actuaciones del gobierno de Washington. La tortura llevada a término por el ejército pero planeada desde los cuarteles políticos de la actual Administración no ha tenido mayores consecuencias sobre los responsables, con Rumsfeld a la cabeza. Es por ello que no faltan elementos para que el pueblo estadounidense tenga ante sí el deber de juzgar la política de Bush, ya imposible de enmendar. En las urnas puede saldar cuentas con los gobernantes que, en palabras del ex vicepresidente Al Gore, han llevado a EEUU a la mayor catástrofe estratégica de su historia.