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Deslocalización y empleo (y II)

El principal motivo de frustración que se pone de manifiesto cuando una compañía decide deslocalizar su producción es el fiasco de la política de subvenciones que se practicó para atraer la inversión. No son pocos los casos de empresas que reciben dinero público y olvidan cualquier compromiso con el territorio y con el empleo creado en cuanto ven la oportunidad de trasladarse a países de salarios bajos. Esto obliga a reconsiderar la utilidad en el largo plazo de según qué políticas de fomento y a estudiar mecanismos que vinculen la nueva inversión al territorio. Sin embargo, con el ventajismo de las empresas que aceptan la subvención y después se van o sin él, lo cierto es que todo cierre ahonda en la idea de la inevitabilidad de este proceso. Las políticas que los poderes públicos se plantean adoptar reflejan resignación ante cambios traumáticos que llevan consigo pérdida de actividad y de empleo. El retroceso consiguiente en la industria podrá ser afrontado a largo plazo únicamente con una estrategia de mayor gasto en investigación y en desarrollo tecnológico. Para evitar estados de melancolía ante lo que se va y nunca volverá, hay que tener presente que la verdadera solución es crear un tejido productivo inmune a la deslocalización.

No todas las plantas industriales producirán a menor coste en los países emergentes: un factor determinante, sin ir más lejos, será el transporte hasta los principales mercados y la eficiencia de las redes de distribución. Es sabido también que los sectores con mayor sofisticación tecnológica tienden a agruparse en áreas que no se caracterizan por la mano de obra barata, sino más bien por el trabajo cualificado y la inversión en capital humano. En consecuencia, la productividad se convierte en la clave de la reorganización territorial de la industria. El gasto en formación habrá de ser en las próximas décadas una solución eficaz a posteriori a las rigideces de los mercados laborales. El drama se presenta en una franja de edad muy determinada, en la que la ‘reconversión’ -usando la jerga habitual- del trabajador es complicada. Los cierres y los expedientes de empleo generan automáticamente parados de larga duración. La negociación podría abrir la puerta, cuando sea posible, a soluciones intermedias que no suelen practicarse. Por ejemplo, la reducción de la jornada laboral paralela al salario -reparto del trabajo entre los empleados- para minimizar la pérdida de empleos en una fábrica que atraviese una crisis.

Resulta más aceptable la flexibilización de la plantilla en empresas con riesgo de deslocalización que las consecuencias de una apresurada huida que se decide a muchos kilómetros de distancia. Que empresas con beneficios jueguen con la ubicación de sus plantas en el tablero del máximo rendimiento quizás sea tan inevitable como irresponsable con su entorno social. Pero no se trata sólo de pérdida de empleo: la presión más importante de la competencia exterior se manifiesta en demandas de moderación salarial que, si son satisfechas de manera generalizada, terminarán afectando al nivel de vida de los trabajadores. Buscar la ‘comodidad’ de las empresas en el territorio debería hacerse de manera coordinada con los poderes públicos a través de los factores ya comentados -productividad, I+D, formación- y no mediante soluciones coyunturales que rebajen las condiciones laborales. No se justifica el pesimismo frente a la deslocalización, en la medida en que la economía puede transformar sectores en declive en actividades con futuro vinculadas a nuestro lugar en la globalización. Pero tampoco es razonable la indiferencia ante estos cambios: la mayoría de los elementos de la estrategia a seguir pueden y deben ser orientados a través de la política económica.