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El líder que fue Arafat

Ha muerto Yasser Arafat. Y el análisis de los escenarios posibles del conflicto en el que desempeñó un papel determinante se confunde con el balance de su vida que realizan los medios de comunicación. De las luces y sombras de Arafat se pasa a la verificación de los puntos fuertes y los puntos débiles de su labor como ‘padre’ de Palestina, que no por casualidad coinciden con los momentos en que tuvo que dar la talla como estadista de un pueblo sin estado y cosechó importantes éxitos o sonoros fracasos. En la búsqueda denodada del horizonte de la creación de un Estado palestino independiente, otros objetivos interfirieron en el pilotaje de Arafat hacia la meta final. En ciertas ocasiones, las condiciones que el pueblo que lo apoyaba creía indispensables para alcanzar la paz imposibilitaron el éxito de las negociaciones con Israel. Arafat no tenía en su mano el poder de aglutinar a todos los palestinos en torno a su liderazgo incluso en circunstancias adversas en las que ceder habría supuesto una ruptura de su estrategia. Se vio al final del año 2000, cuando en Camp David el ‘rais’ creyó que aceptar el acuerdo con Israel que estaba sobre la mesa conllevaría la división de los palestinos. Fue su gran error histórico como negociador político que sintió vértigo ante el fin del conflicto. Antepuso otro objetivo que consideraba vital: la unidad de su pueblo.

Sin embargo, no fue únicamente la complejidad de las demandas políticas que Arafat tenía que satisfacer como líder lo que lastró su larga etapa de poder. Interfirieron objetivos nada confesables con el noble fin de la causa que defendió hasta su muerte. Mantenerse en el poder, al frente de las instituciones palestinas, es un fin en sí mismo cuando comporta enriquecimiento personal y prestigio entre quienes le seguían. Las acusaciones de corrupción son las que más pudieron dañar el liderazgo de Arafat en la ANP, pues desmontan los valores sobre los que se construye la defensa de su causa en el exterior: un conjunto de personas que se entrega a la lucha por los derechos de su gente, pero que tras crear un incipiente aparato estatal cae en prácticas corruptas generalizadas. La obra de Arafat en favor de Palestina supone los mayores logros para un pueblo que confió en él como en ningún otro líder. Aunque también evidencia los defectos de alguien que pasa a ser uno de los grandes mitos del siglo XX pero que no alcanzó la perfección. Las deficiencias de su liderazgo tienen consecuencias dramáticas, y sólo serían perdonables con el recuerdo de la gran proeza de Arafat que constituye al tiempo su pecado original: pasar de terrorista a presidente de los palestinos, manteniendo una vinculación peligrosa, siempre al filo de la navaja, entre la política y la violencia.

El conflicto palestino-israelí ha estado con frecuencia condicionado por el carácter de sus actores principales. El ascenso de Arafat como líder carismático del lado árabe marca una etapa de negociaciones que llega a la cima en la Conferencia de Madrid. Pero, como se suele decir, el carisma no lo es todo. La de Arafat es también una historia de gestos para mantener controlada a las facciones más extremistas, que crecieron en influencia durante su ‘reinado’. El liderazgo carismático contribuyó con rasgos positivos -orientar la acción hacia el cambio, implicar a las personas en las metas colectivas- a la consolidación de un modo de gobernar los territorios palestinos. Y los esfuerzos democráticos no son, en este sentido, desdeñables. Pero en Arafat coinciden también los puntos débiles del líder que se deja llevar por el caudillismo. La represión de los opositores, la tentación autocrática y el inmovilismo no son invenciones de sus enemigos. Arafat no llegó a tener la capacidad de un líder que transformara las expectativas de su pueblo para conseguir tierra y paz. No dio espacio a posibles sucesores: las consecuencias son visibles en la dificultad de encontrar a alguien que ocupe su lugar. El hiperliderazgo que desarrolló no traerá beneficios a largo plazo para Palestina. Tendrá que emerger un líder que ejerza su función de otra manera, con más valentía y también con la suficiente madurez.