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Elogio de la hipocresía

Nos gusta cultivar el mundo de la apariencia. No hay duda: se han sofisticado de tal forma los vínculos sociales que es obligado desarrollar el arte de parecer antes que el de ser. Una imagen vale más que una realidad tangible. Una foto tendrá siempre más alcance que un recuerdo. El logotipo dirá más de una empresa que su balance social. Y los valores proclamados públicamente gozarán de más importancia que los verdaderamente practicados en el ámbito interno, a pesar de que las evidencias se empeñen en demostrar la falsedad de los primeros. La hipocresía es casi un estado natural del ser humano que vive en sociedad. Se dice lo que mejor sienta a quienes tratamos de persuadir. Cuando la realidad es otra, nadie escapa de quedar atrapado en el papel de hipócrita. Pero siempre será preferible la interesada atención por las formas que la estruendosa opción de exhibir una sinceridad obscena. En el primer caso, al menos, se trata de guardar las apariencias. Cuando ni la propia imagen es considerada como algo valioso, a resguardar del implacable juicio público, quién sabe qué otros intereses ocultos se pueden estar enmascarando mediante una inhabitual impudicia. Las circunstancias fuerzan la necesidad de cuidar las apariencias: la inexistente armonía de cualquier entorno aconseja el uso de la hipocresía como medio para facilitar el contacto y la comunicación en todos los ámbitos de la sociedad. Aunque no se deba reconocer, la hipocresía es un bien social.