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La Iglesia, la jerarquía y el condón

El mundo camina hacia la mezcla. Y muchas sociedades avanzan hacia la pluralidad religiosa que no existió en su pasado más reciente de la mano de la inmigración y la apertura al exterior. Sin embargo, en países tradicionalmente de mayoría católica que podrían ponerse como ejemplos de libertad religiosa frente a otros países menos tolerantes se mantiene la rémora de una Iglesia que gusta de actuar como si estuviera en un Estado confesional. Por extraño que pueda parecer, en una sociedad que contempla como un logro los valores de la laicidad en el espacio público, una institución de las características de la Iglesia Católica se empeña en comportarse como el perejil de todas las salsas. Demuestran sus miembros más activos una total incomprensión de lo que supone comunicar ideas ante una opinión pública libre, que ha soltado amarras con la religión. Una parte de la Iglesia no renuncia a la estrategia de influir en toda la sociedad, en busca de la impregnación de la misma de un catolicismo ortodoxo; una actitud que podría funcionar en un panorama monolítico de confesionalismo estatal y que no tiene mucho sentido en una sociedad abierta e irremediablemente plural. La no aceptación de que la pluralidad alcanza al interior de la propia Iglesia Católica se sitúa en el centro del problema de una jerarquía eclesial que no se ha adaptado a los tiempos.

La cuestión de las relaciones con la Iglesia Católica es vista habitualmente, desde el ámbito de la política, como una herencia del Estado confesional. Toca transformar los vínculos del Estado con las distintas confesiones en un pilar más de las relaciones con la sociedad, más acorde con los principios del laicismo. En España, el recorrido de veinticinco años de democracia constitucional parece no haber surtido efectos en la actuación pública de la Iglesia: sigue oponiéndose a avances políticos y sociales desde un púlpito moral que no se sabe con exactitud a quien representa, y recibe críticas que casi continúan la tradición de un anticlericalismo hispano tan necesario en otras épocas. La oposición a la cerrazón religiosa es una constante del buen ejercicio crítico de la tradición liberal e ilustrada. Pero, trasladado éste a la actualidad, algo ha empezado a fallar: los representantes de la Iglesia colocan a sus críticos como enfrentados a la propia Iglesia, cuando lo cierto es que la Iglesia ha cambiado y no merece, en un contexto de pluralidad religiosa, una enmienda a la totalidad. Se entiende Iglesia como el conjunto de creyentes de la doctrina cristiana. La jerarquía eclesiástica coloca a sus fieles como escudo para detener las críticas que son dirigidas a ella y no a la Iglesia en general. ¿Nunca han pensado que las críticas de los que llaman anticlericales son compartidas por católicos e incluso por algunos clérigos?

El verdadero problema para la Iglesia es que se abra cada vez más un profundo foso entre la jerarquía y la base. Los dirigentes viven en su mundo de luchas de poder entre obispos y cardenales, a la espera de que llegue alguna señal del Vaticano, y se dejan llevar por la inercia del dogmatismo. El actual estado de inmovilismo sólo ha servido para darle mayor visibilidad a la parte del discurso oficial más reaccionario. La Conferencia Episcopal española ha vivido esta semana un sorprendente episodio de rectificación de lo que podía ser un gran avance. Un portavoz admitió en declaraciones a la prensa el papel del preservativo como medio para prevenir el sida en una estrategia que aconseja también la abstinencia y la fidelidad. En todo el mundo llamó la atención esta aceptación del preservativo que invalidaba la negativa absurda e irresponsable de la jerarquía eclesiástica. La reacción no tardó en llegar y la declaración ha sido corregida: el poder de los prebostes ultraconservadores que saltaron ante la osadía del portavoz episcopal sigue siendo implacable. Incluso alguno ha rizado el rizo de la condena a la inmoralidad del condón, señalando que el objetivo real es «la lucha contra la fornicación». De espaldas a la realidad y enfrentada a la prevención del sida, la jerarquía mantiene su ortodoxia a costa de separarse de la opinión de millones de católicos.