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Solidaridad global

La catástrofe del sureste asiático ha impactado con fuerza en la conciencia de la humanidad. Existen razones para ello. El movimiento de las placas tectónicas bajo la isla de Sumatra que provocó el mayor maremoto en muchas décadas en el océano Índico fue de una dimensión inimaginable. Las olas gigantescas o tsunamis alcanzaron las costas de Sri Lanka, Indonesia, Tailandia y otros países de la región con efectos devastadores. Las consecuencias, pensamos, están directamente relacionadas con el grado de subdesarrollo de la zona afectada: es algo constatable en cada desastre natural. Pero en este caso la devastación fue de tal magnitud que la sensación de vulnerabilidad es inevitable. A pesar de la falta de elementos de previsión u otras medidas que habrían aminorado la catástrofe, en todo el mundo se ha visto el maremoto de Asia como una desgracia que podría haberle tocado a cualquiera. Incluso quien cuente con la mayor protección y no tenga motivos para sentirse inseguro en su casa, habrá experimentado, quizás por primera vez, la terrible cercanía de una naturaleza destructora. Nadie habrá podido evitar esta vez un lógico sentimiento de empatía hacia las víctimas de un fenómeno que nos deja desarmados ante la fuerza de los elementos. El tsunami iguala en la tragedia a todos los seres humanos.

Una particularidad del maremoto asiático es la presencia de turistas occidentales en la zona afectada; muchos de ellos se encuentran entre los muertos o los desaparecidos desde el pasado 26 de diciembre. Se ha dicho que si no fuera por esta circunstancia, la atención que le dispensaríamos a lo ocurrido desde los ‘países del bienestar’ sería menor. Quizás haya mucho de cierto en eso. Pero, por fortuna, la aldea global está haciendo las distancias más pequeñas. La interconexión fundamental entre aquel oriente y este occidente europeo se produce ahora a través del turismo. En las regiones más devastadas suman ya más de 150.000 las víctimas mortales, aunque seguirá aumentado la cifra global por el número de desaparecidos. Pero además muchos afectados directos van a encontrarse con un pérdida que afectará al que es su principal medio de vida: la destrucción de infraestructuras que sirven a las actividades turísticas y del paisaje natural que vendía aquellas costas como el paraíso terrenal. La difícil reconstrucción y vuelta a la normalidad, que realmente tardará años, deberá contar de nuevo con el turismo como forma de relacionar esta parte con el resto del mundo y de llevar prosperidad allá donde las olas arrasaron con todo. Los viajes seguirán siendo una importante ayuda.

La solidaridad que la dramática situación de los millones de afectados ha despertado en todo el mundo es posiblemente la primera mayor expresión de una solidaridad global. No se ha tratado de arrimar el hombro por un país concreto: la ayuda necesaria debe repartirse entre puntos geográficos que distan miles de kilómetros, de Indonesia a Sri Lanka. El sureste asiático concentra también a población de todas las religiones. Los muertos alcanzan a varias decenas de nacionalidades. La imprescindible solidaridad se manifiesta en atención a las grandes dimensiones de una catástrofe que ni una estrategia deliberada de los medios de comunicación podría haber retirado de la primera línea informativa durante estas dos primeras semanas. El volumen de ayuda prometido, sobre todo por parte de los gobiernos, es muy importante. Ahora deberán ponerse a manos a la obra para que llegue y no falte cuando el impacto de la tragedia vaya remitiendo. El trabajo de la ONU en la organización de la misma tiene que ser efectivo; no hay otro organismo capaz de realizar esa complicada labor. El esfuerzo tendrá que ser continuado durante años. La generosidad en las donaciones deberá trasladarse a una sincera preocupación por la protección de estos países: un necesario sistema de alerta y un plan para minimizar el riesgo ante futuros temblores de tierra.