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La calidad y la gestión política

En el funcionamiento diario de las organizaciones suele importar, por encima de cualquier otra consideración, el resultado. Pero hace tiempo que el estudio de la calidad ha demostrado que, en vez de dirigir todo el esfuerzo supervisor hacia los resultados, es mejor realizar un control de los procesos. Si nos limitamos a comprobar que el producto que buscábamos coincide con el que obtenemos, existe el riesgo de un alto nivel de fallos intermedios que arruine toda la producción. Controlar los procesos previene los errores finales. Y preferible a este tipo de control es la gestión integral de la actividad que realiza la organización, ya se trate de una empresa o una administración pública. Gestionar de manera integrada todos los procesos, recursos y resultados implica ir más allá del simple control. En el terreno de la actividad productiva, las empresas se han subido al carro de los sistemas de gestión de la calidad de la mano de las certificaciones que se obtienen a partir de las conocidas normas ISO. Esto supone implantar un modo de actuar en la organización encaminado a incrementar la calidad de lo que hace. Tener como objetivo la excelencia es activar el motor de la mejora continua y la única manera de evitar la decadencia de una organización.

La mediocridad está presente en cualquier actividad humana. En una empresa se puede decir que la aceptación de la mediocridad es el más claro síntoma de que las cosas no se están haciendo bien. Cuando se habla de gestionar la calidad, se insiste en que la preocupación por la misma se fundamenta en la más primaria preocupación por satisfacer al cliente. Las acciones mediocres no conducen a este objetivo prioritario. Una empresa busca la excelencia por medio de la realización de un producto que satisfaga a sus clientes. Y una administración pública alcanzará los niveles de calidad perseguidos cuando cubra las expectativas de los ciudadanos. La gestión pública ha ido incorporando en los últimos tiempos herramientas similares a las utilizadas en otras organizaciones para someterse a estándares de calidad. En muchos de los servicios públicos ofrecidos por las administraciones, se trata de un compromiso previo con los resultados. Hay otras actividades que realiza el Estado, como pueden ser las obras públicas, en las que la calidad va unida a la seguridad o la gestión medioambiental. Desde un punto de vista meramente técnico, la exigencia de calidad en el sector público no tiene más complicaciones que las presentes en una empresa. Sin embargo, el aspecto político introduce una clara diferencia.

La dirección de una empresa, en lo referente a objetivos de calidad, es la última responsable y está sometida a los accionistas. La administración pública está dirigida por los políticos, que deben rendir cuentas a los ciudadanos. Pero al estar el sistema político estructurado en partidos, nos encontramos con que la gestión política de la administración dependerá de las personas que éstos coloquen en cada puesto de dirección. Los responsables públicos son, en su mayoría, elegidos por afinidad partidaria y no por competencia en la gestión. De modo que el control queda más difuminado: la calidad de su gestión será cosa a supervisar por la opinión pública, los medios y los grupos de presión, además de por los adversarios políticos. Casos recientes de errores en obras públicas con graves consecuencias -la construcción del AVE de la línea Madrid-Lleida y los túneles del metro en el barrio del Carmelo de Barcelona, ambos por fallos en los estudios geológicos- demuestran que la conformidad técnica de las actuaciones no es el único requisito: importa también la gestión política. Anteponer los plazos de ejecución o las restricciones presupuestarias a la seguridad supone un error en la dirección política. Gestionar la ‘res publica’ no es fácil. Es por ello que cada vez se hacen más necesarias formas de implantar y evaluar la calidad de los responsables políticos.