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Cambios horarios y rutinas

La prensa tiene como misión difundir las noticias que marcan el ritmo de la actualidad. Pero a veces cae en una rutina cíclica que justifica la publicación de informaciones no noticiables, por no ser nuevas, y que se repiten por una especie de tradición a la que el público parece haberse acostumbrado. Ejemplo paradigmático de esto es la recurrente noticia que explica por qué la Semana Santa no tiene fecha fija, información que aparece cada año en los periódicos como si los lectores no terminaran de comprender su significado. La Pascua cristiana se mueve en el calendario en un intervalo con justificación astronómica: siempre será el domingo que sigue a la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera. Cualquiera que recuerde los versos de Cernuda dedicados a la «luna llena en Semana Santa» lo sabe. Pero en los medios de comunicación siempre existe la preocupación por repetir este tipo de noticias, así como por ofrecer una amplia cobertura de cualquier acontecimiento meteorológico, lo que proporciona un nuevo carácter cíclico a la información: en invierno se abren los telediarios con las olas de frío y en verano con las olas de calor. A esta costumbre mediática se une la comunicación dos veces al año del cambio horario, otro clásico informativo que se repite en esta ocasión por razones de servicio público.

El cambio de hora supone adelantar el reloj sesenta minutos en primavera y atrasarlo la misma cantidad de tiempo en otoño. Ciertamente, sigue habiendo mucha gente que acepta los cambios sin saber el motivo de los mismos. Es por ello que se recuerda con frecuencia que responden a una política de ahorro energético. Fue a partir de 1974 cuando gran parte de los países industrializados aplicaron esta solución de ‘estirar’ el día durante el verano para optimizar las horas de sol ajustándolas a las horas habituales de actividad. Un año antes se había producido el ‘shock’ petrolífero, pero el transcurso de la década de los 70 demostró que la subida del precio del petróleo no era un signo aislado y terminaría simbolizando la crisis de un modelo. Desde entonces, las principales economías han vivido con el recuerdo de aquella crisis que obligó a habituarnos a los horarios de verano y de invierno, robándole al sol la plena soberanía en señalar las horas. Han disminuido en las últimas décadas los altos requerimientos de petróleo para el funcionamiento normal de la economía, pero sigue existiendo una dependencia energética insoslayable. La más reciente escalada de precios petrolíferos indica que el problema sigue demandando medidas de ahorro, lo cual viene a despejar las dudas sobre la oportunidad de los impopulares cambios de hora.

El ahorro se materializa en varios frentes: consumo de electricidad para iluminación, gasto en climatización de hogares y lugares de trabajo y, finalmente, cambio de hábitos al disponer de una puesta de sol más tardía. Actualmente, todos los países de la UE siguen lo establecido cada cinco años por una directiva europea sobre los cambios horarios. Los trastornos psicológicos que también pueden causar los cambios son contrarrestados por las autoridades con unos porcentajes de ahorro que invariablemente oscilan entre el 3% y el 6%, quizás porque hace tiempo que no calculan el impacto de la medida. Hay algunos estudios que apuntan a un ahorro casi despreciable, inferior al 1%, pero lo cierto es que para justificar uno u otro resultado basta con aprovechar las diferencias geográficas y culturales del continente: son muy diferentes las consecuencias del cambio de hora en Escandinavia y en los países del Mediterráneo. El horario de invierno acentúa la percepción de la noche a lo largo de la tarde, mientras que en verano el cambio otorga una hora de sol adicional al día que empieza tras el trabajo. En este aspecto, el efecto es común al norte y al sur: se beneficia el sector del ocio y, en teoría, se potencian las actividades deportivas en esta Europa de rutinas sedentarias y creciente preocupación, no ya únicamente por el ahorro energético, sino también por el sobrepeso.