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La memoria y el juicio histórico al franquismo

Los medios de comunicación recuerdan el trigésimo aniversario de la muerte de Franco. Su tarea es la de ir escribiendo una historia de recuerdos populares que permita enlazar el relato que enseñan los libros de texto con la memoria de un pueblo sobre su pasado más reciente. Los innumerables reportajes publicados repiten la misma idea de que aquella fue una etapa trascendental para España, la transición a la democracia, llevada a cabo de forma tan ejemplar, por pacífica, tras el entierro del dictador. Sin embargo, no es difícil adivinar un ligero cambio en la mirada general hacia un periodo que buena parte de la población no vivió de forma consciente. Así ocurre, de hecho, con cualquier acontecimiento histórico transcurrido el tiempo de más de una generación. El franquismo es visto ya con más indiferencia que otra cosa, por lo lejano que resulta a todos los nacidos tras 1975. La dictadura es un periodo que a muchos cuesta cada vez más creer que se produjera en este mismo país que treinta años después está a la vanguardia del mundo desarrollado. El juicio negativo sobre Franco ha arrinconado a los residuos de aquel régimen y lastrado cualquier perspectiva electoral de la extrema derecha. Sin embargo, la historia como elemento de identidad no ha sido abandonada en el panorama político. El pasado traumático de la guerra civil vuelve a estar de actualidad en las evocaciones de muchos discursos. Quizás porque aún no ha pasado el tiempo suficiente para digerir completamente el legado de cuarenta años de autoritarismo, la ola de recuperación de la memoria ha despertado viejas rencillas tras las décadas de olvido que siguieron a la modélica transición. La superación de las dos Españas es, en algunos aspectos, todavía una tarea pendiente.

La habitual polarización política de la sociedad adquiere en nuestro país algunos tintes dramáticos. Parece como si el pasado fuera el principal determinante de los planteamientos políticos actuales. En la práctica, la izquierda y la derecha son cosas muy diferentes de lo que pudieron representar hace setenta años. El papel de esa tercera España que poco se recuerda se juega ahora en términos de una mayoría sociológica amplísima que no permite la vuelta a los extremismos que desembocaron en una guerra civil a mitad del siglo XX. La política de esta democracia consolidada que tenemos, tan aburrida como la que más del continente, tiende sin embargo a recurrir a los antepasados ideológicos de los diferentes partidos con inusual frecuencia. El juicio sobre un pasado que aún está vivo en la memoria de los españoles de más edad sirve para alimentar la identidad política de grupo. Esto demuestra, a pesar de ser algo habitual en cualquier corriente ideológica, una incapacidad para construir referentes que no estén anclados en una historia llena de hechos que nadie quiere repetir. La historia como elemento de la identidad política debería servir para la elección de los referentes que de verdad son provechosos para cada ideología, y no para buscar razones que avivan el enfrentamiento en aquellas épocas traumáticas para un país. España ha cambiado como pocos países en las últimas décadas, pero la profundidad de estos cambios parece no haber afectado a la conciencia sobre su propio pasado. Desmantelado el franquismo, quedó pendiente construir un discurso histórico que uniera y no dividiera, como había ocurrido a lo largo de todo un siglo. Quizás sea todavía pronto para tal tarea, por increible que parezca, y algún intento de revisionismo actual no sea más que una fiebre que se pasará una vez repose el juicio histórico.