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Las leyes contra el terrorismo y la privacidad

Es fácil constatar que los gobiernos han adoptado una agenda de medidas contra el terrorismo, en los últimos cuatro años, que no tiene reparos en endurecer el control sobre los sospechosos aun a costa de recortar las libertades públicas de todos los ciudadanos. La amenaza incierta de los terroristas, que han actuado en EEUU y en Europa con la misma eficacia criminal que en sus intervenciones en Oriente Medio, el norte de África o el sudeste asiático, ha servido de justificación para una batería de reformas legislativas. El riesgo que nadie puede negar en el debate permanente entre seguridad y libertad es que el terrorismo, a través del miedo infundido a la población y la consiguiente acción represiva de los gobiernos, socave los pilares de las democracias occidentales por la vía del recorte de derechos a los ciudadanos por parte de las propias instituciones democráticas. La conocida «ley patriótica» que aprobó el gobierno de Washington marcó el camino hasta cierto punto, pero no han sido por ello menos relevantes otras iniciativas, como la que terminó en el Reino Unido en un pulso entre Blair y la mayoría del parlamento británico que perdió el primer ministro. El objetivo final, sin embargo, salió adelante con la ampliación a 28 días del plazo de detención sin cargos de los sospechosos de terrorismo.

En la Unión Europea los diferentes ejecutivos han diseñado planes para el control eficaz de cuanto podía señalar pistas de persecución de los actos criminales. Esta incursión legislativa ha llegado a las telecomunicaciones con aspectos de tanta gravedad como la autorización de la traza privada de las comunicaciones personales sin control judicial. En España, un real decreto permite desde abril el acceso por parte de agentes del Estado sin conocimiento de un juez a los envíos y la recepción de correos electrónicos y otras comunicaciones, información que una vez capturada y procesada hace posible la vulneración del artículo 18 de la Constitución sin que los ciudadanos tengan constancia de ello. La retención de datos de las telecomunicaciones es también el centro del debate sobre seguridad en el seno de la Unión Europea. Desde hace año y medio se negocia la directiva que servirá de marco para las leyes nacionales. El reciente acuerdo alcanzado por los ministros de Interior establece un periodo de entre 6 y 24 meses en el que las compañías estarán obligadas a almacenar los datos relativos a las llamadas telefónicas y a internet.

Esta medida facilita enormemente el control de la intimidad de las personas, pues la retención de datos es el paso previo al fin del secreto de las comunicaciones que está garantizado en todos los países de la UE. La negociación del texto aprobado ha tenido fases de cierto absurdo, hasta el punto de que algún gobierno se oponía a la norma no por restrictiva sino porque podía limitar su capacidad para obligar a retener datos durante cuatro años, como establece su legislación interna actual. También se ha discutido sobre el coste de la medida. Hay quienes defendían que se subvencionara a las compañías operadoras de telecomunicaciones el almacenamiento de esta gigantesca cantidad de información. Al final serán éstas las que sufraguen todos los gastos, aunque nada impedirá que terminen pagando los usuarios finales. Sin embargo, los gobiernos prefieren hablar del paso hacia no se sabe dónde que supone esta legislación antiterrorista en vez de cuestionarse la supuesta eficacia de estas medidas. ¿Servirá de algo tener acceso al volumen inabarcable de información que se mueve todos los días en la red? Se necesitaría un ejército de funcionarios trabajando en el control de las comunicaciones. Los terroristas podrán seguir usando estas vías si usan códigos fuera del alcance de los servicios de inteligencia. El resultado final: un nuevo control estatal tremendamente costoso en términos económicos y, sobre todo, en libertades.