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La caricatura de un conflicto

Estamos en la era de las grandes palabras. Cada conflicto parece avisarnos del cuestionamiento de valores esenciales y se desatan luchas en nombre de conceptos abstractos que arrastran a las masas. La religión, la libertad, la justicia y la tradición se colocan en el mismo tablero en el que se escenifica el choque entre dos mundos que dicen estar alejados: occidente y el islam. No todo es como parece. La confrontación por agravios pasados y presentes estará siempre en la estrategia de los extremismos. Pero la convivencia entre países, personas, religiones y creencias va por otro camino, aunque se vea ciertamente amenazada por el furor de los integristas. Las caricaturas de Mahoma que publicó un periódico danés, insultantes para los creyentes, han desatado uno de estos conflictos artificiales que no tienen correspondencia con los grandes debates que puede suscitar. Que sea artificial no significa que, justamente por ello, no sea peligroso. Sin embargo, el fuego de indignación que ha prendido en las sociedades islámicas no responde sólo a un pirómano occidental, ni la provocación gratuita debe servir para promover iniciativa alguna que cuestione la libertad de expresión.

No estamos ante una gran disyuntiva, de natural irresoluble, entre libertad y tolerancia. El foco del problema está en unas élites que manejan la válvula de escape del radicalismo para enfrentar a su gente con los países europeos. No hay otro problema si existe un enemigo exterior: vieja estrategia que desborda cualquier aproximación diplomática entre los estados que permiten el asalto de embajadas y los gobiernos que se limitan a garantizar que la prensa decida por sí misma qué viñetas publica. El odio se manifiesta a partes iguales entre quien insulta y quien responde con violencia. Pero el conflicto de las caricaturas quedará como un obstáculo para el futuro entendimiento con dos caras muy diferentes: del lado europeo, se trata de una simple torpeza en su despliegue de un ‘soft power’ diplomático; del lado musulmán, en cambio, es la demostración de que la esfera de lo público sigue dirigida por la religión, y más concretamente la versión integrista de las creencias de los hijos de Alá. La intolerancia que se exhibe ante los agravios y los insultos de otros puede convertirse en la prueba de un inocultable miedo a la libertad y a la democracia.