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Empieza el espectáculo

Se abre el telón y en la pista central vemos a dos señores con idéntica vestimenta, impecables trajes de domingo, que habrán de vérselas con la temeridad de los equilibristas, la agilidad de los saltimbanquis, la habilidad de prestidigitadores y malabaristas y el engaño amable de los clowns. Al final de la función solo quedará uno, pues la decisión del público será implacable con aquél que no interiorice el espectáculo. El circo es el espectáculo total. Ya decía Ramón Gómez de la Serna que no había nada más dichoso que ser cronista del circo, pues el circo es pura diversión, la diversión por la diversión. No puedo estar más en desacuerdo con quienes comparan de forma despectiva la política y el circo. Son injustos con ambos. La política diaria de gobierno y oposición no llega al nivel del circo, a pesar de los leones que adornan la fachada del Congreso. Los rifirrafes de escasa entidad política que protagonizan el debate partidista no entusiasman a los ciudadanos.

En la política hay un componente de espectáculo, que para bien o para mal sirve para aumentar la participación de la gente y que apenas se explota. Y únicamente se llena de contenido cada cuatro años, cuando los partidos están obligados a presentar un nuevo programa electoral. En este sentido, cuando la política es de verdad como un circo es en campaña electoral: los actos de los políticos son todos pura mercadotecnia. El marketing político por el marketing político, sin más cortapisas. Y no se entienda mal esto: con todos los efectos perversos que tiene el marketing, constatar que los partidos se centran en «vender» su producto es una buena noticia para los ciudadanos. Porque el marketing es también colocar al cliente como prioridad, en este caso al elector.

Y como decíamos del circo, nada puede ser más motivador que un espectáculo en el que el público tiene siempre la última palabra. Con el aplauso o el abucheo podemos juzgar a quienes buscan representarnos y que durante cuatro años pueden no necesitar siquiera nuestra opinión para gobernar o hacer oposición. Las campañas electorales son una carrera de obstáculos imprescindible para que ningún candidato llegue a la meta sin haber sudado la camiseta, sin comprometer su credibilidad con un programa de gobierno y sin someterse al juicio implacable de los suyos. Sin campañas electorales, la política sería más aburrida y la democracia se asemejaría a un trámite administrativo por la vía del voto cuatrienal. El espectáculo político alimenta la participación, y ésta a su vez los niveles de exigencia para que los programas no sean papel mojado y para que durante la legislatura los políticos sientan en la nuca el aliento de los votantes que confiaron en ellos.