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La familia y la sociedad del bienestar

El insuficiente desarrollo del estado del bienestar en España ha sido objeto de numerosos análisis. A pesar del palpable alejamiento de los dirigentes políticos de estas preocupaciones, la demanda ciudadana de una mayor atención a los problemas de desprotección social ha propiciado una iniciativa de hondo calado político en la última legislatura como es la ley de dependencia. Con esta norma se pretende cubrir un hueco importante del estado del bienestar, con políticas públicas dirigidas a las personas dependientes y a sus familias. Aunque el diagnóstico que realizó el profesor Vicenç Navarro puede seguir manteniéndose años después, en el sentido de que el «bienestar insuficiente» es síntoma de un mal funcionamiento del «estado social de derecho» que propugna la Constitución Española, los avances deben celebrarse siempre que no oculten la realidad de la paradójica «sociedad del bienestar» en que vivimos. Una de las realidades más significativas de la situación actual en España consiste en el papel que juega la familia en un contexto de carencias sociales de diversa índole.

Ha venido sucediendo en las últimas décadas: aquellos servicios y ayudas que no proporcionan los mecanismos del estado del bienestar son cubiertos por una sólida institución familiar que se adapta a los cambios pero manteniendo su centralidad en la sociedad española. Es por esta función de la familia que las diferencias, hasta cierto punto abismales, que aún separan nuestro sistema de protección social del existente en otros países europeos no se convierten en males mayores que demandarían actuaciones inmediatas de los gobiernos. La escasez de guarderías públicas se ve suplida por los abuelos que ejercen de canguros. La falta de servicios a los mayores dependientes es corregida por el cuidado que les proporcionan sus hijos. La precariedad laboral o los problemas de acceso a una vivienda se arreglan retrasando la edad de emancipación de los jóvenes. El protagonismo de la familia en España deriva principalmente, por tanto, de necesidades económicas y no de factores culturales. Alcanzada esta conclusión, la gran tarea de estudio es determinar cuánto valor producen las familias para la propia supervivencia de la sociedad. Es decir, cuánto producto interior bruto se ven obligadas las familias a generar por sí mismas para mantener una vida digna.

Cada generación ha tenido que afrontar los riesgos y los costes de más de un cambio de los que han transformado esta sociedad en los últimos cuarenta años. Existe una que ha vivido todos esos cambios, la de quienes rondan los sesenta. Un estudio publicado por La Caixa y dirigido por el sociólogo Víctor Pérez-Díaz la denomina «generación de la transición». Han vivido una transformación sin precedentes del mercado laboral desde que ingresaron en él hasta el momento de la jubilación. Es la generación que, a consecuencia del cambio tecnológico y el paro de los jóvenes del «baby boom», ha empezado a engrosar la nómina de prejubilados. Pero lo más significativo es que este sector de la población ejerce en su red familiar un papel crucial, resolviendo problemas de la vida social cotidiana, como sugiere el estudio citado, de manera quizás más decisiva que el sistema de bienestar. Son hijos que cuidan de sus padres de avanzada edad; son padres que aún tienen a sus hijos en casa o les prestan ayuda en su emancipación; son abuelos que cuidan de sus nietos para facilitar la conciliación de la vida laboral y familiar de la siguiente generación. Actúan, en definitiva, cerrando vías de agua en el barco del estado del bienestar, mientras en ámbitos políticos sigue vivo el discurso del gasto público «excesivo» y de que conviene recortar las «generosas» ayudas estatales.