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La crisis de los incautos

Algunos analistas han empezado a utilizar un nuevo término en la crisis financiera de las hipotecas ‘subprime’. Se trata del de activos ‘tóxicos’, aplicado a todos los derivados cuyo origen es la deuda hipotecaria de alto riesgo, aquélla sin suficientes garantías. Pero los bancos, las aseguradoras, los fondos y los inversores que apostaron por la sobrevalorada burbuja del sector inmobiliario compraron activos que en aquel momento nadie consideró ‘tóxicos’. ¿Por qué iban a serlo si se trataba de una inversión en un mercado cuya rentabilidad se consideraba infinita? La confusión de llamarlos ‘tóxicos’ consiste en que su toxicidad, en realidad, no es fruto de un descubrimiento repentino: la característica que estigmatiza como apestados a estos activos es el alto riesgo. Y no hay nada más cierto que el alto riesgo de la concesión de hipotecas ‘subprime’ era suficientemente conocido, a pesar de que la información no sirvió a la toma de mejores decisiones en el mercado ni las agencias de calificación del riesgo (‘rating agencies’) contribuyeron a ello. En definitiva, los derivados financieros que crearon los propios bancos con las ‘titulizaciones’ hipotecarias no contienen otro veneno que no sea el riesgo consustancial a estas operaciones. Operaciones de inversión especulativa guiadas por la avaricia a costa de la estabilidad del propio sistema financiero.

Se discute si el factor de la regulación del mercado ha contribuido mucho o poco a esta crisis y a la caída del modelo de los bancos de inversión estadounidenses. Hay dos posibilidades, la mala regulación y la insuficiente regulación del gobierno, que desembocan en el mismo problema: las autoridades no estuvieron atentas a los controles que necesitaba el mercado en el momento en que se gestó la crisis. Durante el periodo de la burbuja inmobiliaria se mantuvo la creencia en que los precios de la vivienda nunca bajarían. La expansión económica que produjo la actividad inmobiliaria hizo olvidar a todos los agentes -consumidores, empresas y sector financiero- que hay situaciones que no se pueden sostener mucho en el tiempo. El pinchazo de la burbuja vino acompañado, y a la vez fue en parte efecto, de una política monetaria que pasó de la ‘barra libre’ a la subida de tipos. La consecuencia fue doble: aumento de la morosidad y crisis de liquidez en los bancos. El fenómeno se ha reproducido, con apenas unos meses de retraso respecto a EEUU, en economías como la británica y la española. Cuando los gobiernos han reaccionado ante el parón en seco de la construcción, las medidas tradicionales contra la crisis económica se han visto eclipsadas por el complejo salvamento del sector financiero.

La intervención gubernamental ha actuado en forma de dique contra el desplome de un sistema financiero contaminado por la desconfianza. Las nacionalizaciones de emergencia muestran hasta qué punto se ha priorizado evitar el mal mayor frente a la prudencia del ‘laissez passer’ liberal, que aconsejaría el ajuste de los mercados sin intervención del estado para no incurrir en ‘riesgo moral’. La operación de rescate que pone sobre la mesa el gobierno de EEUU invierte cientos de miles de millones de dólares de los contribuyentes para que la confianza y la liquidez vuelvan al mercado. El destino es incierto, puesto que la compra masiva de activos que nadie quiere puede generar un balance desastroso para el sector público incluso en el largo plazo. De ahí las reticencias ante una medida que, además, saca las castañas del fuego a un sector ‘culpable’ de los males que ahora sufre toda la economía. Sin embargo, actuar aun torpemente puede ser mejor que mostrar inacción ante una crisis con pocos precedentes. En el fondo, la crisis es la factura que antes o después habrían de pagar los incautos que propiciaron riesgos financieros que nadie estaba dispuesto a asumir. Como en cualquier burbuja, el último que se endeuda es el que paga los platos rotos. Que el gobierno ponga su parte no es sino el reconocimiento de que todos contribuyeron a la ‘exuberancia irracional’ que ha traído estos lodos.